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Tabaquería
poetry [ ]

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by [Fernando_Pessoa ]

2005-07-11  | [This text should be read in espanol]    |  Submited by lucia sotirova






No soy nada.

Nunca seré nada.

No puedo querer ser nada.

Aparte de esto, tengo en mí

todos los sueños del mundo

Ventanas de mi cuarto,

de mi cuarto de uno de los millones de gente

que nadie sabe

quién es

(y si supieran quién es, ¿qué sabrían?),

dan al misterio de una calle

constantemente cruzada por la gente,

a una calle inaccesible a todos los pensamientos,

real, imposiblemente real, evidente,

desconocidamente evidente,

con el misterio

de las cosas por lo bajo de las piedras

y los seres,

con la muerte poniente

humedad en las paredes

y cabellos blancos en los hombres,

con el Destino conduciendo el carro de todo

por la carretera de la nada.

Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.

Hoy estoy lúcido,

como si estuviese a punto de morirme

y no tuviese otra fraternidad con las cosas,

que una despedida,

volviéndose esta casa y este lado de la calle

la fila de vagones de un tren,

y una partida pintada

desde dentro de mi cabeza,

y una sacudida de mis nervios

y un crujir de huesos a la ida.

Hoy me siente perplejo,

como quien ha pensado y opinado y olvidado.

Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo

a la tabaquería del otro lado de la calle,

como cosa real por fuera,

y a la sensación de que todo es sueño

como cosa real por dentro.

He fracasado en todo.

Como no me hice ningún propósito,

quizá todo no fuese nada

el aprendizaje que me impartieron.

Me bajé

por la ventana de la parte trasera de la casa.

Me fui al campo con grandes proyectos.

Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,

y cuando había gente, era igual que la otra.

Me aparto de la ventana, me siento en una silla.

¿En qué voy a pensar?

¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?

¿Ser lo que pienso?

Pero ¡pienso ser tantas cosas!

¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo

que no puede haber tantos!

¿Un genio? En este momento

cien mil cerebros se juzgan, en sueños,

genios como yo

y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?,

ni a uno,

ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.

No, no creo en mí...

¿En cuántas buhardillas

y no buhardillas del mundo

no hay en estos momentos genios

para-sí-mismos soñando?

¿Cuántas aspiraciones

altas y nobles y lúcidas,

y quién sabe si realizables,

no verán nunca la luz del sol verdadero

ni encontrarán quien les preste oídos?

El mundo

es para quien nace para conquistarlo

y no para quien sueña

que puede conquistarlo,

aunque tenga razón.

He soñado más que lo que hizo Napoleón.

He estrechado contra el pecho hipotético más

humanidades que Cristo,

he pensado en secreto filosofías

que ningún Kant ha escrito.

Pero soy,

y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,

aunque no viva en ella;

seré siempre el que no ha nacido para eso;

seré siempre el que tenía condiciones;

seré siempre

el que esperó que le abriesen la puerta

al pie de una pared sin puerta

y cantó la canción del Infinito

en un gallinero,

y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.

¿Creer en mí? No, ni en nada.

Derrámame la naturaleza

sobre mi cabeza ardiente

su sol, su lluvia,

el viento que tropieza en mi cabello,

y lo demás que venga si viene,

o tiene que venir,

o que no venga.

Esclavos cardíacos de las estrellas,

conquistamos el mundo entero

antes de levantarnos de la cama;

pero nos despertamos y es opaco,

nos levantamos y es ajeno,

salimos de casa y es la tierra entera,

y el sistema solar

y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolatines,

pequeña, come chocolatines!

Mira que no hay más metafísica

en el mundo que los chocolatines,

mira que todas las religiones

no enseñan más que la confitería.

¡Come, pequeña sucia, come!

¡Ojalá comiese yo chocolatines

con la misma verdad con que comes!

Pero yo pienso,

y al quitarles el papel plateado,

que sé de papel de estaño

lo tiro todo al suelo,

lo mismo que he tirado la vida.)

Pero por lo menos queda la amargura

de lo que nunca seré

la caligrafía rápida de estos versos,

pórtico partido hacia lo Imposible.

Pero por lo menos

me consagro a mí mismo

un desprecio sin lágrimas,

noble, al menos, en el gesto amplio

con que tiro la ropa sucia que soy,

sin un papel, para el transcurrir de las cosas,

y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas,

que no existes y por eso consuelas,

o diosa griega,

concebida como estatua que estuviese viva,

o patricia romana,

o imposiblemente noble y nefasta,

o princesa de trovadores,

gentilísima y disimulada,

o marquesa del siglo dieciocho,

descotada y lejana,

o meretriz célebre

de los tiempos de nuestros padres,

o no sé qué moderno

—no me imagino bien qué—,

todo esto, sea lo que sea, lo que seas,

¡si puede inspirar, que inspire!

Mi corazón es un cubo vaciado.

Como invocan espíritus

los que invocan espíritus,

me invoco a mí mismo

y no encuentro nada.

Me acerco a la ventana

y veo la calle con absoluta claridad,

veo las tiendas, veo las aceras,

veo los coches que pasan,

veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,

veo a los perros que también existen,

y todo esto me pesa

como una condena al destierro,

y todo es extranjero, como todo.)

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,

y hoy no hay un mendigo al que no envidie

sólo por no ser yo.

Miro los andrajos de cada uno

y las llagas y la mentira,

y pienso: puede que nunca hayas vivido,

ni estudiado, ni amado, ni creído

(porque es posible crear la realidad de todo eso

sin hacer nada de eso);

puede que hayas existido

tan sólo como un lagarto

al que cortan el rabo

y qué es un rabo,

más acá del lagarto, agitadamente.

He hecho de mí lo que no sabía,

y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.

El disfraz de dominó que me he puesto

estaba equivocado.

Me conocieron enseguida como quien no era

y no lo desmentí,

y me perdí.

Cuando quise quitarme el antifaz,

lo tenía pegado a la cara.

Cuando me lo quité y me miré en el espejo,

ya había envejecido.

Estaba borracho,

no sabía llevar el dominó

que no me había quitado.

Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario

como un perro tolerado por la gerencia

por ser inofensivo

y voy a escribir esta historia

para demostrar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,

ojalá pudiera encontrarme

como algo que hubiese hecho,

y no me quedase siempre

enfrente de la tabaquería de enfrente,

pisoteando la conciencia de estar existiendo

como una alfombra

en la que tropieza un borracho

o una estera

que robaron los gitanos y no valía nada.

Pero el propietario de la tabaquería

ha asomado por la puerta

y se ha quedado a la puerta.

Le miro

con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,

y con la incomodidad del alma

que está comprendiendo mal.

Morirá él y moriré yo.

Él dejará la muestra y yo dejaré versos.

En determinado momento

morirá también la muestra,

y los versos también.

Después de ese momento,

morirá la calle donde estuvo la muestra,

y la lengua en que fueron escritos los versos,

morirá después

el planeta girador en que sucedió todo ésto.

En otros satélites de otros sistemas cualesquiera,

algo así como gente,

continuará haciendo cosas semejantes a versos

y viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,

siempre una cosa enfrente de la otra,

siempre una cosa tan inútil como la otra,

siempre lo imposible tan estúpido como lo real,

siempre el misterio del fondo tan verdadero

como el sueño del misterio de la superficie,

siempre esto o siempre otra cosa

o ni una cosa ni la otra.

Pero un hombre

ha entrado en la tabaquería

(¿a comprar tabaco?),

y la realidad plausible cae de repente

encima de mí.

Me incorporo a medias con energía,

convencido, humano,

y voy a tratar de escribir estos versos

en los que digo lo contrario.

Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos

y saboreo en el cigarrillo la liberación

de todos los pensamientos.

Sigo al humo como a una ruta propia,

y disfruto, en un momento sensitivo y competente,

la liberación de todas las especulaciones

y la conciencia de que la metafísica

es una consecuencia de encontrarse enfermo.

Después me echo para atrás en la silla

y continúo fumando.

Mientras me lo conceda el destino

seguiré fumando.

(Si me casase con la hija de mi lavandera

a lo mejor sería feliz.)

Visto lo cual, me levanto de la silla.

Me voy a la ventana.

El hombre ha salido de la tabaquería

(¿metiéndose el cambio

en el bolsillo de los pantalones?)

Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.

(El propietario de la tabaquería

ha llegado a la puerta.)

Como por una inspiración divina,

Esteves se ha vuelto y me ha visto.

Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado

¡Adiós, Esteves!,

y el Universo

se me reconstruye sin ideales ni esperanza,

y el propietario de la tabaquería se ha sonreído.

*

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