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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2023-04-10 | |
Las pasiones humanas son un misterio. Los que se dejan llevar por ellas no pueden explicarlas, y los que no las han vivido no pueden comprenderlas. Hay hombres que se juegan la vida por subir a una montaña, nadie, ni siquiera ellos, pueden explicar realmente por qué.
Michael Ende La mujer del poeta Por Sergio Hernández Gil (tobegio) El sabor del café requemado pulió mi garganta. Cogí un cigarrillo y lo puse entre la comisura de mis labios sin atreverme a encenderlo. No quería y sí. Lo deseaba, pero mi razón y mi salud rechazaban la idea de encenderlo. Por fin me decidí y luego, como para sofocar el ansia, bebí un trago de ese asqueroso café, mientras el humo laceraba mi pecho inflamado. Exististe en mi imaginación tanto como en mi vida real. Te inventé de tanto deseo, te di una historia, te hice mía, y lo conté a todos. ¿Era mentira o verdad? Ya no lo sé, qué más da. ¿Exististe o no? A quién le importa. Recreaste y diste aire a una vida que no me pertenecía, pues era sólo un fantasma perdido en el mundo de los mortales. Yo, que era un poeta, no podía vivir sin musa. ¡Qué asco soy! Un mitómano. Todavía guardo el amarillento papel con el esbozo de poema que un día me escribiste: “tú te conoces, tú te sabes, tú te vives”. Presentías que te amaba, tal vez estabas segura de eso. Temblaba tan solo de pensar en acercarme y decírtelo: tenía miedo al rechazo. No te burlabas, no por compasión, al contrario, correspondiste por amor, sólo eso pudo ser, yo era un paria cuya única riqueza estaba en sus palabras. Fuiste mi mujer por casi tres años, hace ya más de treinta, y todavía vibro de sólo pensar en tu espigada figura de bailarina del Bolshoi, girando sobre sí misma y dando elegantes pasos de cisne alrededor de la cama, y luego, desfallecida, dormir en mis brazos hasta la mañana siguiente. Guardo en la memoria el aroma de tu piel, el sabor de tus humedades, y en mis oídos, hoy casi sordos, retumban los “te amo” que tantas veces repetimos al unísono. Verdaderamente este café es un asco y el cigarro me provoca náuseas y tos, pero no encuentro otra manera de mitigar esta obsesión con la que vivo, si es que a esta postración se le puede llamar vida. Preferiría un trago de tequila, pero permanece en su sepulcro, escondido, lejos de mi alcance. Con toda seguridad, mi cerebro secreta torrentes de dopamina y provoca en mí una sonrisa de boca abierta, produciendo en mi rostro la apariencia de un desquiciado, pero dime si no acaso fue una locura todo, desde nuestro primer encuentro verdadero. Casi todos los días, durante meses, subimos juntos en el mismo elevador hasta la redacción y luego, cada quien se sentaba, en silencio, frente a su máquina, a reescribir las noticias, a darles la forma y el “estilo” de la agencia. Sólo pensaba en ti, nada más en ti. Esa tarde, en casa del subdirector Rodríguez la mezcla de desvelo con hambre y alcohol me dio el valor suficiente para decirte que te amaba, así nada más, frente a todos. Te pusiste verde, roja o amarilla, no lo sé, porque a decir verdad, no recuerdo que siguió después. Desperté al día siguiente en tu cama. Junto a mí estaba Sandra, la reportera de cultura, desnuda de los pies a la cabeza, abrazada a mi cuello, con una sonrisa en el rostro y una mano sobre mi pene. Tú dormías en el sillón, también desnuda, como una ninfa en el edén. Luego que ella se fue, me dijiste: soy Afrodita recién salida del mar, “quédate”, y me tomaste y te tomé, no sin escuchar tu discurso sobre las feromonas y el efecto que mis olores tenían sobre tu libido. Dijiste que la piel se te erizaba siempre que yo estaba cerca, que el corazón te latía apresuradamente y una nube se posaba en tus sienes. Fue la primera de las mil y una noches de Scherezada, con una historia diferente para cada una; fuiste lo mismo Isadora Duncan, Psique, Frida Kahlo, Dalila, Marlene Dietrich, la Monroe o Anais Nin. Escribí como nunca, lo inimaginable brotó de mis manos, viví un sueño y lo puse sobre el papel. Ahora frío, el café está peor, así que he decidido encender otro tabaco, claro, a escondidas del cuidador, que no tiene otra cosa qué hacer más que molestarme. Cuando te fuiste, el discurso fue parecido: no podías vivir sin él, tu amor era más fuerte que mi amor y tu voluntad, no podías evitarlo y no lo hiciste. No te importó el dolor que me causaste, pero yo imploré por tu felicidad. De nada sirvieron los mil poemas escritos, ni las ávidas lecturas compartidas tantas veces de El Canto General de Neruda, ni los magníficos cuentos del adorado Chéjov, ni nuestro “Hojas de hierba” de Walt Whitman, como tampoco nuestra indignación por el golpe militar en Chile ni la lucha contra los cacicazgos del sistema. Treinta años después, qué más da saber si exististe o yo te inventé para no sentirme solo, para crearme una historia, para tener un pasado y una vida, para dejar de ser un fantasma. Hoy, en esta jaula de locos ya que importa mi salud ¡venga otro cigarrillo! lo único que sé es que el miedo me consumió tanto como la pasión. |
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